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Paisaje desde la Camperona |
Siempre era verano. No recuerdo en qué mes. El viaje se hacía en autobús, cargados de bolsas. Primero uno de Mieres a Sama. Después otro a la Camperona o ¿era a Carbayín? Tampoco recuerdo la llegada a casa. Han pasado más de cuarenta años de aquellos veranos de mi infancia en casa de güelita.
Un día cualquiera empezaba con un buen desayuno con leche recién ordeñada y manteca hecha por Lucinda. Aquellas mantecas de natas batidas durante horas en la cocina de la casa con olor a pueblo. La cocina de carbón siempre encendida y la olla a un lado. Y después juegos con las niñas del pueblo, Yoly y Anina. ¿Qué será de ellas? Los veranos en La Comba fueron distanciándose y con esa distancia nuestra amistad.
A media mañana, cuando el panadero pasaba, güelita ya tenía lista la comida en la fiambrera, con la bebida y la manta para pasar el día en la Camperona. Subíamos en la furgoneta hasta el Planu. Güelito ya había partido a primera hora, con Marín, andando por los caminos que atajaban la distancia.

Llegábamos a casa y nos íbamos camino del bar de Angeles. Los paisanos daban fin a la partida de cartas y se iban a sus cuadras. Luis ordeñaba a Estrella y a Lucera. A veces me salpicó con la leche saliendo de la ubre. Casi siempre me llenaba un vaso, de los de tomar sidra de leche con espuma y caliente. Probablemente ahora no sería capaz de tomar aquella leche recién ordeñada.
Cena y tele en el chigre. De vuelta a casa, iluminando el camino de tierra y piedra con una literna. Dormíamos los cuatro juntos. Cuando Marín y yo éramos incapaces de conciliar el sueño, güelita nos asustaba con la coca Ramona.
Ningún día era igual. No había tiempo para el aburrimiento. Siempre en la calle, en el campo, con los animales.